Hola estudiantes de tercer año, a continuación les
dejo una serie de actividades para trabajar.
Les pido que los días que haya videoconferencias, se
conecten para poder despejar toda duda respecto a los temas que voy
desarrollando.
Sepan también que los trabajos los recibo, de no ser
así, desde la escuela les estarán informando.
La fecha de entrega será el próximo jueves 23 de
abril.
La videoconferencia la realizaremos a través de HANGOUTS, con el siguiente
link: https://hangouts.google.com/call/CJRQwv89XWCwgkPL-mlSAEEE el día jueves 23 de abril, de 15:30 hs a 16:30 hs.
Estudiantes
en el día de la fecha comenzaremos a trabajar con el libro, “EL INVENTOR DE
JUEGOS”, de Pablo De Santis.
Les
adjuntaré los siguientes capítulos:
1.
Parque de diversiones.
2.
Las aventuras de Víctor Jade.
3.
Las instrucciones.
Pablo
de Santis
El inventor de Juegos
Título original: El
inventor de juegos
Pablo de Santis, 2003
Ilustraciones: Max Cachimba
Diseño/Retoque de cubierta: Max Cachimba
Editor digital: Ariblack
ePub base r1.1
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A mis hermanas,
Silvina y María Laura
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PRIMERA PARTE
EL GANADOR DEL CONCURSO
PARQUE DE DIVERSIONES
Quienes hayan
desplegado alguna vez el tablero de El juego de Iván Dragó, habrán notado que
en una de las primeras casillas está el dibujo de la Vuelta al mundo, una de
esas ruedas gigantes que había en los viejos parques de diversiones.
Aunque no es
la casilla donde empieza el juego, es la que elegimos para comenzar nuestra
historia.
Los padres
siempre esperan de sus hijos esa cosa tan extraordinaria: un niño común. Los
padres de Iván Dragó no eran diferentes. Por eso cuando lo llevaron al parque
de diversiones y vieron cómo los otros chicos participaban de los juegos sin ninguna
clase de temor, quisieron que su hijo hiciera lo mismo.
Ese día Iván
cumplía siete años, y parte del regalo era la visita al parque. El señor y la
señora Dragó le ofrecían boletos para una cosa y para otra, pero todo le daba miedo.
Había oído de niños perdidos para siempre en las vías del Tren fantasma; conductores
aplastados en la pista de los Autitos chocadores; amantes del vértigo despeñados
al vacío desde las alturas de la Montaña rusa.
Iván sabía
que sus padres esperaban que se decidiera por uno de los juegos. No quería
desilusionarlos, y casi estaba dispuesto a aceptar alguno. ¿Cuál tortura sería más
leve o menos prolongada? Su madre le ofreció una vuelta en la calesita. Pero el
padre dijo que era demasiado grande para ese juego, e Iván, con aire de
complicidad entre hombres, se rio. En realidad la calesita le parecía no menos
siniestra que los otros juegos, a causa de esos gigantescos búfalos y toros y
rinocerontes que quizás eran auténticos animales embalsamados… Una ligera
llovizna lo salvó de más dudas. Ahora el único juego era el regreso a casa.
Pero el padre
no parecía conforme. A pesar de que Iván tosió dos, tres veces, como para que
la preocupación de su madre por su salud apurara el paso hacia la salida, el
señor Dragó se detuvo frente a la kermés. En una tienda había que dispararles a
unos patos de latón que recorrían cansados un prado manchado de óxido; en otro
puesto había que embocar unas pelotas de trapo en la boca de un dragón. En la
última tienda figuraba como blanco el capitán de un barco pirata cuyo único
enemigo verdadero era una tripulación de polillas. El señor Dragó eligió el
tiro a los patos.
—¿Qué hay de premio?
—preguntó. El encargado del puesto —un hombre alto, de aire fúnebre— lo miró
desconfiado, como si pensara: «Al que de veras le importa acertar, no le
interesan los premios».
Después
señaló en la pared una serie de trofeos.
—Con cinco aciertos se lleva
el auto rojo —anunció el hombre alto, pero antes de que llegara a señalarlo,
Iván falló el primero de sus tiros.
—Con cuatro, el Batman —y el
hombre alto mostró un muñeco cuya cabeza estaba a punto de desprenderse. En
nada conmovió el disparo de Iván la apesadumbrada marcha de los patos.
—Con tres, el
mamut.
Pero el
elefante prehistórico, en lugar de servir de premio, sirvió de blanco y cayó al
suelo.
—Con dos, la
lancha de latón. —La voz del encargado del puesto ya dejaba entender que no
creía que hubiera ninguna relación entre los premios y los disparos. Describía
los trofeos solo porque era su deber.
—Y con uno…
Pero a Iván
ya no le importaba el insignificante premio que se pudiera conseguir con un
solo blanco, porque su último tiro, aunque se acercó más que los otros a la hilera
de patos, no hirió a ninguno. Dejó la escopeta junto a las otras y se alejó muy
veloz para no darle tiempo a su padre a pagar una nueva ronda de disparos. El
padre lo siguió con cierta lentitud, como si no terminara de comprender qué era
lo que había fallado.
—¡Un momento! ¡El premio
consuelo! —gritó el hombre alto, abandonando por un instante su aire de
tristeza.
Y le arrojó
algo que dio a Iván en la cabeza. Era una revista de historietas en blanco y
negro. Se llamaba Las aventuras de Víctor Jade. El ejemplar había sido leído muchas veces y la ilustración de
tapa estaba descolorida por el sol. Pero era un premio mejor que los otros.
Había sido un acierto no acertar.
LAS AVENTURAS DE VÍCTOR JADE
En los días
siguientes Iván leyó la revista una y otra vez. Le costaba un poco entender la
historia, porque era una aventura que había comenzado muchos capítulos antes.
Al pie del último cuadrito aparecía la palabra continuará.
Víctor Jade
era un millonario que vivía en una gran mansión oculta en una isla y que solo
salía de allí para luchar contra sus enemigos. No tenía ningún poder sobrehumano:
apenas contaba con su prodigiosa inteligencia, con la fuerza que le había
quedado de su pasado como experto en lucha grecorromana y con su ilimitada capacidad
para fabricar máquinas. El más peligroso de sus enemigos era el doctor Equis:
un hombre pequeño de manos gigantescas, que dejaba como marca personal la letra
de su nombre.
En las
últimas páginas de la revista encontró una serie de avisos que ofrecían cursos
por correspondencia. Enseñaban a ser dibujante de historietas, detective privado
y astronauta.
¡Inscríbase ya! A vuelta de correo recibirá todo el equipo
necesario.
También
encontró el cupón de un concurso. La Compañía de los Juegos Profundos invitaba
a participar de un torneo. Lo que más intrigó a Iván era que el aviso no decía
nada de lo que recibiría el ganador:
… razones de fuerza mayor nos obligan a mantener en reserva tan
extraordinario premio hasta el momento en que sea elegido el triunfador…
Para
participar había que inventar un juego —cualquier clase de juego— y enviarlo a
la casilla de correo número 7777, Trasatlántico Napoleón, a nombre de Compañía de los
Juegos Profundos S. A.
Su madre lo
vio tan entusiasmado trazando diagramas de juegos futuros que le preguntó qué
estaba haciendo.
—Quiero
mandar un juego a este concurso.
La madre leyó
el aviso.
—Debe ser una
trampa. De otra manera dirían cuál es el premio.
Su madre no
entendía nada. ¿Qué premio podía ser tan extraordinario como el hecho de que no
mencionaran premio alguno? Inclusive un viaje por el mundo tenía sus límites y
sus plazos…, pero un premio sin nombre podía ser imaginado y vuelto a imaginar,
y nunca se gastaría…
—Además es
una revista vieja —dijo su madre—. El concurso debe haber terminado hace muchos
años.
Iván estuvo a
punto de darle la razón, algo que no hacía nunca. Pero leyó cuidadosamente el
aviso en busca de alguna mención a un plazo, y no encontró ninguna.
«Tal vez»,
pensó, «aunque el concurso haya empezado hace muchos años, todavía no
encontraron un juego digno del premio». Y este pensamiento le dio fuerzas para continuar.
Una tormenta
que duró dos días lo ayudó a trabajar, porque tuvo que quedarse en casa. Y así,
una semana después de recibir la revista en el Tiro a los patos, Iván completó
el juego.
LAS INSTRUCCIONES
Que Iván se
hubiera puesto de inmediato a armar un juego no debería extrañarnos: era nieto
de Nicolás Dragó. Su abuelo había inventado muchos juegos famosos —como la
Carrera del fin del mundo y la Catedral de cristal— pero ahora solo se dedicaba
a fabricar rompecabezas de madera. Sobre la superficie que luego troquelaba,
Nicolás Dragó pintaba con esmalte planos antiguos de ciudades. Les vendía los
rompecabezas a coleccionistas del extranjero. Eran tan caros que con lo que le
pagaban por un solo trabajo vivía tres meses. Algunos coleccionistas habían terminado
por enloquecer debido al gran esfuerzo que exigían los rompecabezas.
Nicolás Dragó
vivía en Zyl, llamada la Ciudad de los Juegos, ubicada a más de cuatrocientos
kilómetros de la Capital. Las pocas veces que su abuelo lo había visitado, le
había enseñado a armar rompecabezas, a resolver crucigramas y toda clase de
acertijos, y a construir juegos de tablero. Cuando inventó el juego que envió al
concurso, Iván procuró recordar todo lo que le había enseñado Nicolás Dragó;
pero también trató de agregar a esos conocimientos algo que solo le
perteneciera a él.
El juego de
Iván consistía al principio en una serie de casillas dibujadas a lápiz y dispuestas
en un óvalo, como en el Juego de la oca. A diferencia de los juegos comunes,
las casillas estaban en blanco. A medida que los dados llevaban la pieza del jugador
de una casilla a otra, el participante debía dibujar un objeto correspondiente
a lo que planeaba para su futuro. Lo primero que le viniera a la cabeza. Un
avión, si el jugador quería viajar o ser aviador; un cuadro, si quería ser
pintor; la Luna, si esperaba ser astronauta o astrónomo. Y debería explicar por
qué lo había elegido. También se permitía dibujar algo que hubiera aparecido en
sueños, aunque no hubiera forma de explicarlo.
—¿Pero quién
ganará? —se preguntó Iván—. ¿Cuándo termina el juego?
En las
instrucciones escribió:
«A medida que
los jugadores recorran el tablero, existirá una cantidad menor de casillas
libres. Cuando los dados lleven al jugador a una casilla ya dibujada, deberá esperar
el próximo tiro para seguir. El juego terminará cuando todas las casillas hayan
sido ocupadas. Ganará el que haya dibujado la mayor cantidad de casillas».
Pero eso no
le pareció del todo justo. Quizás alguien que solo planeaba tonterías para su
futuro o dibujaba sueños falsos ocupaba más casillas que sus competidores.
Entonces
agregó:
«Habrá otro
ganador, pero será un ganador secreto. Cada uno sabrá si ganó o perdió».
Redactó con
cuidado las instrucciones, tratando de escribir en forma tan clara como fuera
posible y de evitar errores de ortografía. En un sobre grande puso todas las
cosas que requería el juego: el tablero con sus casillas vacías, una hoja con
las instrucciones, un lápiz negro, una goma de borrar y un sacapuntas.
Pero a último
momento cambió de idea y reemplazó la hoja con las casillas por una
completamente en blanco, ya que los jugadores deberían definir juntos la forma de
su juego. Se había manchado los dedos de tinta, y la huella de su pulgar derecho
quedó impresa en una esquina de la hoja.
Compró una
estampilla y echó el sobre en un buzón. Imaginó su carta perdida entre miles de
cartas iguales, enviadas desde todas las ciudades del planeta. Cartas escritas
en chino, en árabe, en dialectos misteriosos de islas escondidas, amontonadas en
las bodegas del Trasatlántico Napoleón,
aumentando con su peso los riesgos de un naufragio.
·
A CONTINUACIÓN RESPONDERÁN EL CUESTIONARIO QUE SE ENCUENTRA EN ESTE LINK
https://docs.google.com/forms/d/e/1FAIpQLSe28pvD5PVhtJ9kgbtPF5gpiZ7Vv0IxigbKomRXxbAtkQCFcg/viewform?usp=sf_link
ELABOREN UNA CARTA DE RECLAMOS RESPECTO AL JUEGO
QUE IVÁN ENVIÓ AL CONCURSO
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